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Psicoauditación - María José

Grupo Elron
Sección Psicointegración y Psicoauditación - Índice de la sección - Explicación y guía de lectura de la sección

Si bien la Psicoauditación es la técnica más idónea para erradicar los engramas conceptuales del Thetán o Yo Superior de la persona, la mayoría de las veces se psicoaudita a thetanes que habitan en planos del Error y sus palabras pueden no ser amigables y/o oportunas para ser tomadas como Mensajes de orientación, algo que sí se da cuando se canaliza a Espíritus de Luz o Espíritus Maestros.
El hecho de publicar estas Psicoauditaciones (con autorización expresa de los consultantes) es simplemente para que todos puedan tener acceso a las mismas y constatar los condicionamientos que producen los implantes engrámicos.
Gracias a Dios, esos implantes son desactivados totalmente con dicha técnica.


Atte: prof. Jorge Olguín.

 

 

Sesión 27/06/2016
Médium: Jorge Raúl Olguín
Entidad que se presentó a dialogar: Thetán de María José

No conoció a padre y su padrastro la asediaba y la maltrataba. Un día por salir en defensa de su madre lo atacó y marchó de casa. Viajando por unas montañas cerca de un pueblo escondido encontró un hombre malherido, moribundo. Lo llevó y lo curaron. Agradecida a su gente, siguió su camino.

Sesión en MP3 (2.609 KB)

 

Entidad: Viví una vida muy difícil, muy, muy difícil. Prácticamente no conocí a mi padre, mamá se juntó con un señor labriego, aparentemente bueno pero a medida que fui creciendo empezaron los malos tratos.

 

No había cumplido los seis años y llevaba baldes de agua de un lado a otro. A veces me dolían las manos, los codos, los pies y cuando no cumplía con mi cometido me daba bofetadas. Mamá era testigo, mamá veía todo pero es como que no le importaba. Y es cierto que uno se acostumbra al dolor, es cierto que uno se acostumbra a la pobreza, es cierto que uno se acostumbra a las situaciones y toma su vida, desgraciada, como algo que tiene que ser, como que aquel que está más allá de las estrellas lo designó así y así debe ser y nada se puede cambiar para modificarlo.

 

Cuando pasé los doce años, casi trece, algo cambió en mí por dentro. Le conté a mamá por qué estaba asustada, y me dijo:

-Te has hecho señorita.

-¿Y eso qué significa, mami?

 

Y me explicó, pero de una manera muy básica. Entonces me di cuenta de que estaba creciendo, mi cuerpo estaba tomando formas y mi padrastro me miraba de una manera... distinta. Un día estaba en el corral cepillando los hoyuman y este hombre que nunca me dirigía la palabra, se me acerca y me empieza a acariciar. Lo empujé y salí corriendo. Pero claro, dónde iba a ir, era niña. Él tenía costumbre de vender en el pueblo unos bichos similares a los alacranes terrestres, porque en ese pueblo usaban el veneno para determinadas curaciones. Yo no entendía nada y ¿qué hizo?, me encerró en un cuarto de madera con esos bichos. Hubiera preferido desmayarme, que me piquen, que me maten pero era tal la histeria, los gritos que pegaba en un cuarto oscuro donde sentía cosas que se deslizaban por el piso, o a mí me parecía. Y me apoyaba en las paredes y en las paredes también tocaba como cosas, hasta que mamá abre la puerta, me abrazo a ella hasta que casi la tumbo y ella me limpia porque en mi pollera tenía dos de los bichos. No tuve una sola picadura pero me quedó lo que vosotros llamáis un engrama tan grande contra cualquier cosa pequeña que se moviera. ¡Por favor!

Habrá habido algún cambio de palabras entre mamá y este hombre porque no me molestó más, tampoco me dirigió la palabra.

 

Y pasaron los años, siempre trabajando. Cuando cumplí dieciocho vengo del poblado de traer unas provisiones y escucho a mamá gritando, el hombre la estaba maltratando. Cojo un rastrillo y le clavo los pinchos en la espalda, lo lastimo seriamente. Mamá, en lugar de agradecerme me dijo:

-¡Urbina! -Mi nombre era Urbina-. ¿Qué haces? ¿Así te educamos?

-¡Mamá, te estaba golpeando! Acuérdate años atrás, que me quiso violar.

-¿Así te educamos? ¡Corre a llamar al médico!

 

Por supuesto que no fui. Hacía favores en el poblado de llevar canastas a las personas mayores o a las jóvenes embarazadas y me daban metales cobreados de propina, fui juntando una bolsa con metales. Cogí mi hoyuman, mi favorito, y me marché, me desentendí de mamá. Nunca supe si llamó al médico, si el hombre murió. Honestamente, no me interesaba.

Marché por distintos rumbos, trataba de estar poco tiempo en los poblados, una joven sola, desarmada... yo no sabía usar un arma.

Hasta que llegué a un valle oculto, un valle desconocido en medio de un montón de montañas y gente amable, me recibió bien. Me explicaron que ellos trabajaban con hierbas, sanaban a la gente.

Yo les decía:

-¿Pero de dónde habéis aprendido todo eso?

-De nuestros ances.

-¿Qué son los ances?

-Nuestros ancestros, nuestros mayores, nuestros antiguos. Generaciones y generaciones atrás fuimos aprendiendo todas las familias.

-¡Ah, pero qué maravilla! Y en los poblados vecinos están contentos con vosotros.

-No, -dijo la señora, que era una anciana-, evitamos darnos a conocer. Porque primero, no sabrían como usar nuestra medicina y segundo, nos matarían a todos.

-¿Pero cómo puede ser eso?

-Mira, hay un cuento muy antiguo de nuestros ances que decía que había un ave, supuestamente mítica, que ponía huevos de metales dorados. Se corrió la información en ese poblado, atraparon al ave, la abrieron en dos para sacar la tremenda fortuna y no encontraron nada".

-Explíquese mejor, no entiendo.

-Claro, querida hija. No, no puedes obtener fortuna sin sacrificio. Ese ave mítica ponía huevos de metales dorados todos los días. ¿Pero en qué cabeza cabe que iba a haber cientos de huevos dentro de ese ave?

-¡Ahora entiendo!

-Dime tu nombre.

-Urbina.

-Veo que tienes un poco ajada la piel.

-Nunca me cuidé, señora.

-Descansa.

 

Me dio de beber una bebida de hierbas, supe que me pasaron un ungüento y en dos amaneceres tenía la piel perfecta. Me quedé un tiempo con ellos, me permitieron explorar los distintos lugares, le conté mi aversión que tenía por los bichos pequeños, le conté mi historia y llorando le conté lo último, lo que hice con mi padrastro, con el pincho, que se lo clavé.

-Pensarán que soy una mala persona.

La anciana me dijo:

-No juzgamos a nadie. Tú entendiste que si no hacías eso podía lastimar gravemente a tu madre. Y si tu madre reaccionó mal contigo es un problema de ella, no tuyo, Urbina.

Me comprendieron. Eran gente humilde, de paz.

 

Cabalgaba con mi hoyuman, era feliz. No me adaptaba, por supuesto, a sus costumbres porque no formaban parejas estables. De repente si un varón y una niña querían tener una intimidad, la tenían y luego podían tener afecto por otra persona. Tal vez yo pensaba de otra manera, yo decía "El día que encuentre a mi amor lo acapararé, salvo que esto esté mal para aquel que esté más allá de las estrellas".

 

Llegué hasta un barranco en la parte baja de unas montañas muy altas, me sorprendió porque había un felino extraño con cuernos sin vida y al lado un imponente hombre. Me acerqué a él vi que respiraba. Había ganado fuerza en mis brazos de tanto cargar baldes y a pesar de semejante peso lo pude subir de lado a lado a mi hoyuman. Cogí las riendas del animal y lo llevé al paso hasta el valle. Todos me vieron llegar con el hombre, pusieron rostros serios.

Les dije:

-Me parece como que está a punto de morir.

 

Dos hombres se encargaron de bajarlo y lo pusieron en un camastro.

-Está bastante grave, tiene muchísimas heridas como si se hubiera caído de las alturas. Tiene una herida aparte. -Lo tantearon-. Milagrosamente no hay ningún hueso roto. -El hombre apenas se movía.

-¡Cómo pudieron! ¡Cómo pudieron!

Le dieron a beber un líquido, algunas heridas eran muy graves, se las cosieron, le pusieron ungüentos de un líquido pegajoso que salía de un árbol que nunca había visto.

La anciana me dijo:

-Esto cicatriza cualquier tipo de herida. Hace muchísimos amaneceres atrás vino un joven con el rostro quemado y lo curamos.

-¿Curaron un rostro quemado?

-Sí, mi hija, te digo que estas plantas son milagrosas, por eso no queremos que pase como esa ave mítica, que saqueen todo y no sepan hacer nada. No somos egoístas porque si se corre la voz no van a aceptar que nosotros sanemos a otros, van a tomar esto como un negocio, no como un bien, ya nos ha pasado. Entonces, el día que tú te vayas, Urbina, espero que...

-Por supuesto que no, señora, jamás. Jamás diría algo de esto.

 

Pasaron sesenta amaneceres, sesenta amaneceres; días de lluvia, días de sol, días de mucho viento. El hombre abrió los ojos, preguntó dónde estaba. La anciana habló con él, no me metí en la conversación. Contó que lo habían traicionado, que él era amigo de un rey, su nombre era Aranet.

Era muy serio. Una vez me quedé a solas con él y le digo:

-¿Siempre eres tan serio?

-Nunca fui serio pero a veces la vida te da sorpresas desagradables. No es la primera vez que he conocido traiciones pero es la primera vez que estuve al borde de la muerte y según me contó la señora Dolosa, tú Urbina, me has salvado la vida.

-No Aranet, ellos te han salvado la vida, yo te encontré.

-Pues vaya, más que suficiente. Eres brava, no le debes tener miedo a nada.

-Es al revés, le tengo miedo a las cosas pequeñas que se mueven.

 

Y a penas sin conocerlo le conté mi vida, que no había mucho que contar, porque no hice grandes cosas y me dijo lo mismo que la señora.

-Lo que has hecho, hecho está. Tú quisiste evitar un mal y te prejuzgaron.

 

Al poco tiempo me marché. El hombre, que era un gran guerrero, se quedó un tiempo más en ese valle. Me despedí de la señora, me despedí de todos y les dije:

-Si en un momento dado me encuentro perdida, que no tengo rumbo, ¿me permitirían regresar, cuidando de que nadie me siguiera?

-Por supuesto Urbina, ¿pero por qué no te quedas directamente?

-Me da vergüenza, pero no me acostumbro a vuestra forma de ser, de que haya un afecto íntimo entre todos. Si yo tengo un amor no lo comparto y tampoco quiero que me compartan a mí. Pero entiendo que aquel que está más allá de las estrellas da esa libertad para que cada uno pueda elegir.

-Eres sabia Urbina. -Me acarició, la señora, el rostro.

-¡Tengo tanto para agradecerles!

 

La abracé fuertemente, lo saludé al guerrero. Monté mi hoyuman, me dieron bastantes víveres. Jamás me pidieron un solo metal y me marché, dejando atrás ese hermoso valle.

 

Gracias.